Se encontraba en pleno centro de la ciudad, junto con miles de personas aglutinadas con sombreros ridículos y demás accesorios de fiesta. Su única preocupación era no derramar los cartuchos de doce uvas cada uno que llevaba en la mano fuertemente, sin que ningún empujón ni desplazamiento brusco consiguiera arrebatárselas de las manos; para eso había estado esperando veinte minutos en una cola de gente que se apretujaba entre sí frente a la ventanilla de un local. Doce uvas peladas y mondadas, las había contado varias veces por el camino, esquivando los grupos de fiesteros en las aceras, manteniendo el equilibrio en la cabeza para no tirar al suelo las gafas LED que llevaba puestas. Protegía el cartucho como si de un bebé se tratase, apartando a todo aquel que pudiera suponer una amenaza para su cartucho de uvas peladas y sin pepitas. Se introdujo de lleno en el mogollón de gente que esperaba aglutinada en el centro de la plaza a que el reloj central comenzase la cuenta atrás para el fin de año, las doce de la noche, el nuevo año 2040. Amanda tenía que estar justo debajo de la estatua en el centro de aquella plaza; para acceder hacia aquella posición, sus uvas peligraban. Allí estaba ella, esperándolo, sin uvas, lista para estar otro año a su lado, fiel y leal, hasta el día de su boda; dentro de cinco días. Nada mejor con lo que empezar el año; su boda con su amada de la universidad. Juntos habían pasado largas tardes al sol estudiando, trabajando, amando… Era su amor ideal, y por eso se casarían, sin obstáculos, sin dudas; estarían juntos para siempre. Finalmente, entre empujones y algún que otro pisotón, pudo llegar hacia aquellos ojos azules que resaltaban entre los focos y luces que habían establecido en la plaza. La torre del reloj marcaba las doce menos cuarto, todos ya preparándose para los cuartos y las doce campanadas. Amanda le arrebató su cartucho de uvas, agarradas firmemente, mirándolo con una espléndida sonrisa entre todo aquel alboroto.
“Has tardado” le dijo con aquella sonrisa, algo que lo dejó estupefacto, casi podía omitir el audio de aquel jaleo de gente gritando y bebiendo; ahora sólo ella y él. Le respondió con una mueca, cosa que provocó una leve risa en Amanda, y que culminaría con un “te quiero”. Le encantaba su forma de ser, su apariencia física, su sonrisa, ese te quiero. Se acercó a ella, hasta agarrarla de la cintura, acercar su boca a sus labios rojos, deleitando aquel momento, aquel intercambio de respiraciones, de sentimientos, de emociones. Se deshizo de aquellas aparatosas gafas, colocó sus manos acariciando su cara, listo para poder besarla. Olvidó las uvas, olvidó el calor y los gritos que los rodeaban, se concentraba en ella, solamente ella. No se podía ni imaginar cómo la quería, la deseaba, podía ocurrir cualquier cosa; él nunca la dejaría. La boda estaba organizada, invitados, salón, etc… Tenía su traje guardado y planchado, impecable, en su armario; al igual que el de Amanda, aunque verlo… trae mala suerte. A el no le importaba, la amaba, todo a su alrededor en aquel momento le traía sin cuidado, lo omitía, lo silenciaba. Todo se apagó, un silencio apareció por un pequeño instante, estaba soñando, concentrado en aquel beso, pero fue un silencio donde la gente comenzó a reaccionar a base de gritos y silbidos, pensando en la sorpresa repentina que parecía que habían preparado, supuestamente. Aquel apagón general sólo tenía esa posible explicación: cuando comenzasen los cuartos, todo se reanimaría de luces y música, una entrada triunfal. Le daba igual que dejaran las luces encendidas o apagadas, sólo iba a besar a su querida prometida de ojos azules, un momento único e inigualable, nada mejor para cerrar el año. Su oído había omitido todo alboroto o ruido que pudiera interrumpir este momento; su momento. Silencio, sólo su respiración, la de su amada, sus labios. La besó, suavemente, paladeando el choque de labios, hasta que un fuerte sonido seco, poderoso y lejano le hizo bajar al mundo. Un golpe que abrió con un gigantesco flash, un basto resplandor en el cielo, dando la sensación de que habían vuelto a encender todas las luces de aquella plaza, una luz que se inició con ese fuerte flash que invirtió los colores en una milésima de segundo; luego, todo volvió a su color original, pero fuertemente iluminado. No le dio tiempo a reaccionar, aún seguía con sus manos sobre la cara de Amanda cuando aquel resplandor cegador inundó la plaza, hasta que una fuerte racha de aire sacudió a toda la gente que se encontraba allí, desplazándolas, golpeándolas, como si se tratase de un camión a toda velocidad arrollador, miles de papeles y basura se desperdigaron por todos los rincones de aquella plaza de la ciudad. No pudo ver nada, ni reaccionar, sólo escuchar a su preciosa amada decir “no me dejes”. Aquella frase le traspasó el corazón, aquel empujón paranormal lo dejó sin fuerza alguna, aunque pudo estabilizarse cuando cayó al suelo, o por lo menos tener contacto. Cayó justo con la mirada hacia aquella luz, cegándolo al instante; apartó la cabeza rápidamente por acto reflejo, viendo que todo volaba y salía despedido en todas direcciones, personas, cosas… no podía verlo todo con claridad, estaba confuso y sin asimilar qué era aquello o qué pasaba… ¿Alienígenas? Ni si quiera sabía donde estaba. Una racha de aire caliente se apoderó del ambiente, ahogándolo y presionándolo contra el suelo donde estaba. Algunos se levantaban y corrían chillando, huyendo de aquel resplandor; alguien le pisó el antebrazo en aquella estampida de gente, pero sólo alzaba la cabeza para intentar interceptar a Amanda. Se intentó levantar entre toda aquella gente, pero la fuerza del viento se duplicó bastamente, hasta arrastrarlo de nuevo y desplazarlo dando giros, mientras comenzaba a verlo todo como si fueran diapositivas. Llegó a una calle, donde aquel viento lo empujó hasta que colisionó contra un kiosko de la ONCE, algo que le inutilizó el brazo izquierdo y le lastimo dolorosamente la cadera; cayó al suelo de cuatro patas, donde hace cinco minutos había estado comprando las uvas, los últimos pisos de los edificios, con las terrazas abarrotadas de gente, recibían una lluvia de fuego; eran llamaradas, que se creaban en el aire, de la nada, magia… El cielo era de color cobre, completamente, las nubes estaban tintadas de rojo, la gente caía de las azoteas y terrazas, por la onda de aquel resplandor, por la fuerza del aire, por la fuerza que empujaba aquel fuego. Mesas y sombrillas, sillas y escombros, era una lluvia que procedía de los últimos pisos, los cuales ardían como nunca, pilló a más de uno que estaba en la calle, siendo agitado por aquello… Una explosión producida en el aire, a escasos metros del suelo, de la nada, sacudió todo su cuerpo, reventó sus tímpanos, cegó sus ojos, y destrozó parte de sus nervios, especialmente los de su dentadura, lo que produjo que comenzase a sangrar por todo su cuerpo, como un cerdo, mientras se preguntaba qué era aquello, o por qué una cortina de fuego y aire rojo lo estaba aplastando contra el suelo como si fuera una bota; recordaba que el fuego era sólo energía… lo estaba aplastando contra la acera, como algo material, algo duro. El fuego lo tenía rodeado, estaba cubierto por completo, con un abrir y cerrar de ojos de ventaja, mientras que el fuerte aire lo seguía desplazando, hasta golpearlo contra un vehículo, aparte de con gente, la cual volaba en todas direcciones, algo que no veía todos los días y que le producía un pavor acojonante. Una llamarada gigante cayó delante suya, como un meteorito, algo que crujió cuando tocó el suelo; Una humareda formada por fuego, escombros y polvo sopló y apagó aquella llama, pudo ver que se trataba de una chica totalmente calcinada que había caído de la última planta de un hotel, el cual había abierto su terraza en la azotea para celebrar el fin de año al aire libre y con las estrellas… o eso había visto en un cartel. Aquel huracán de aire opaco naranja lo enterró, mientras que intentaba inútilmente apagar las llamas que le sacudían y consumían. No sabía que era aquello, qué ocurría… En cuanto notó una bajada en la tensión y fuerza del aire, consiguió ponerse de pie, intentando recuperar el control de todo su cuerpo. Todo se había vuelto rojo y naranja, todo comenzaba a desintegrarse en columnas de humo y polvo que salían desprendidas de manera horizontal, y no vertical. El viento arrastraba a todo lo que podía ver, aquellas columnas de polvo y humo en las que se convertían las cosas; el fuego y viento volvió a sacudirlo, hasta arrastrarlo más metros hacia delante, mientras el coche en el que había estado apoyado estallaba, de haberse quedado un poco más allí… Notaba como si lo estuvieran agarrando con una cuerda, como una marioneta; una corriente de aire que lo abrasaba y traspasaba, su ropa ondeaba violentamente con aquel viento. De nuevo en el suelo, tapándose los ojos con los párpados ya semiquemados, intentó volver a levantarse, inútilmente por una nueva racha de aire que lo levantó del suelo y lo introdujo de nuevo en una nube de polvo que se mantenía como una niebla natural a ras del suelo y cielo, como un túnel de humo. Pudo mirarse el cuerpo mientras era arrastrado; estaba negro, prácticamente, su piel era del mismo color que la ceniza, negro azabache, como si le hubiera caído un cubo de pintura encima. La temperatura de aquel ambiente había hecho que sus receptores del calor en la piel se hubiesen colapsado hasta perder total sentido del tacto o sensibilidad en todo su cuerpo, por lo que no se dio cuenta de su negro y arrugado cuerpo, de que su ropa se había esfumado, sólo tenía harapos negros pegados a su cuerpo, como si fuera piel propia. Estaba débil, vulnerable, enfermizo, sin fuerza alguna. Aún estaba asimilando aquello, colocándose las manos enfrente de sus ojos, para intentar ver algo, lo que fuera, aunque inútilmente pudo llevar a cabo esto. Veía como la gente era desplazada por la calle, confundiendo si estaban corriendo o eran movidos por aquel aire monstruoso, lo veía todo muy mal, con mucho movimiento y borrosidad. Todos estaban igual que el, negros, raquíticos, sin piel alguna, amorfos, chillando y gritando todo lo que podían, destrozándose las cuerdas vocales; unos reservaban los escasos momentos de sus cuerdas vocales para gritar “los chinos, chinos”, y otros para chillar todo el dolor aquel que le apuñalaba el cuerpo. Chillando como animales, desde personas adultas, ancianos, niños… todos gritaban al igual por su dolor. Los edificios explotaban, se derrumbaban, caían, aplastaban a personas entre nubes de escombros, las viviendas explotaban en más llamaradas, fuego sobre fuego, un fuego morado, que no moría, que volaba por encima de su cabeza, como si estuviera siguiendo un rumbo. La presión era demasiado para su aparato nervioso, estaba en movimiento, aún no sabía por qué, el caso era que sólo escuchaba gritos y gemidos, los edificios explotaban como papel y cartón en grandes trozos de escombros que se disparaban y desplomaban en todas direcciones, sin gravedad alguna, que aplastaba a todas aquellas personas que se encontraran debajo, a su lado… creando una nube de polvo que ponía punto y final a su existencia. Los coches explotaban, salían despedidos, se fragmentaban en pedazos, al igual que todo, incluso el suelo, las paredes, aquel cielo morado, rojo y naranja. Aquel aire que lo desplazaba comenzaba a ahogarlo, a penetrar por sus pulmones, a matarlo, como si estuviera debajo del agua, aniquilando cualquier partícula de oxígeno, presionando a los cuerpos hasta hacerlos reventar, reventar en miles de pedacitos, como papeles. Observó en segundos, un taxi que salía despedido, ya calcinado, volaba boca abajo, sin tocar el cuelo, atropellando a varias personas que se movían delante suya, también veía como un gran bloque de hormigón al rojo vivo aterrizaba en medio de la calle entre una lluvia de escombros, caían piedras del cielo, las notaba en sus hombros mientras se iba ahogando, angustiado en aquel aire rojo, sin poder hacer nada, viendo como aquel masacote de cemento aplastaba a todas aquellas personas, vivas o muertas, no sabía, todo estaba en movimiento. Comenzó a sentir una nueva racha de aire, mucho más poderosa que ninguna, la sentía con miedo y ansiedad aproximarse hacia él, sabía que era el fin, la racha de aire hizo que gran parte de todo aquel cacao que había saliese despedido aún más por los aires, hasta que lo alcanzó. Desprendía luz, como un gran grupo de coches puestos en fila con las luces de largo alcance colocadas. Lo supo porque vio en su mente la imagen de Amanda, el día que la conoció, el día que estudiaron juntos, la vez que se escaparon para mantener relaciones sexuales detrás del gimnasio, cuando le hizo un corte de pelo con un pequeño trasquilón, recordaba lo felices que eran, a ella vestida de blanco, besándolo, amándolo, soñando juntos… Incluso podía ver a un montón de gente mirándolo, trajeados, una detrás del otro… parecía como si lo estuvieran juzgando; pero no, era su boda, todos sonreían, Amanda de blanco delante suya, besándolo, notaba los anillos en sus dedos, su vida… No volvería a poseer nada de lo que mantenía, aquella racha de aire reptaba, se acercaba a él como un depredador, notaba sus intenciones, su magnitud, su fuerza. Fue tan brutal que cuando lo desplazó de sitio, como las anteriores rachas, lo hizo con tanta fuerza que lo hizo estallar, observando lentamente y ya sin sonido alguno, como su brazo derecho salía despedido en una efímera lluvia de sangre, mientras se vaporizaba y se convertía en dos trozos de hueso negro y sin forma. No sintió como su cuerpo tocaba el suelo, para aquel entonces, ya era ceniza… restos de lo que había sido una persona. Esos ojos azules fue lo único que recordó antes de reventar… Amanda.
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