jueves, 9 de febrero de 2012

¿Una lata de sardinas para desayunar?


Mira a tu alrededor, no tienes más que recordar todo lo que has estado observando durante este camino. Has recorrido mucha distancia, no has estado solo, todo lo que has visto... Lo que han visto; todas esas ruinas, polvo, ceniza: restos y sombras. Historia de lo que fue. Tú mismo has estado protegiéndote de ese polvo y ceniza, contaminados por el error que cometió la antigua especie dominante; has utilizado mascarillas, trajes, medicamentos, todo por sobrevivir... Pero no has podido huir de la sombra que dejó aquel error, nunca has podido desde aquel día, aquel día que viste como todo lo que conocías moría, todo a tu alrededor. Tus familiares, tus amigos, tus conocidos, todos. Sólo viven en tu recuerdo, ellos están muertos, al igual que tú. Todos morimos con aquella luz cegadora; aunque te muevas, aunque comas o respires, sabes que estás muerto, siempre lo supiste durante todo este tiempo; mira tu cuerpo, quemado, mutilado, con cicatrices, es débil, destrozado por las garras del antiguo mundo, que te persigue, te acecha por las sombras, intenta atraparte... Los recuerdos mantienen vivo tu camino, el viejo asfalto que recorres, mirando todas esas máquinas inservibles del pasado, cómo la gente intentaba huir en ellas antes de que aquella luz los alcanzara... Inútilmente. Sus espíritus se han quedado todavía aquí, entre las ruinas y el polvo radiactivo, atrapados en sus vehículos familiares, camiones o autobuses, con sus esposas o hijos, atrapados en casas, atrapados en marcas sobre las paredes, sus siluetas grabadas a fuego en ladrillos, entre escombros, en los restos de sus viviendas o carreteras, mientras que se abrazaban, era lo último que hacían antes de convertirse en una sombra. Has visto muchos restos de esos inocentes, has visto sus huesos, su núcleo. Es lo único que queda de ellos, lo único que los mantiene en la historia...
Todas esas personas que siguen atrapadas en este nuevo mundo, un mundo donde nunca sale el sol, donde el cielo está cubierto por un mar de nubes grises, un mundo donde no hay color, ni vida, ni sentido. Todo lo que has visto, todo lo que se ha hecho... Lo que se ha permitido... Sólo es producto de animales, no seres que luchan por su ascender en su trabajo; en ese momento no hubo, ni hay, escala evolutiva, ni de especies, ni de seres. Todos somos iguales, todos somos igual de egoístas, autónomos, independientes; queremos recorrer nuestra carretera lo más solos posibles, indagando en los pensamientos, matando a hierro al primero que nos bloquea el camino... Así es cómo es todo ahora, todo es independiente. La cucaracha lucha por su supervivencia, el perro lucha por su supervivencia, el humano lucha por su supervivencia. Todos los seres somos iguales, se han perdido los valores por los que nos diferenciábamos de animales salvajes, diferencia de estar en una jaula, de estar en un bosque, de estar en una charca. Toda autoridad se ha perdido, todo valor, pensamiento, o sentimiento. Se ha perdido todo, ha quedado atrapado en las ruinas que has visto... Esas ruinas negras, grises, blancas, rojas... Teñidas por el polvo, por la goma que todo lo borra, la radiactividad. Tan caliente y acogedora... Pero sé que huyes, tomas medicamentos que se crearon hace años, arriesgándote y confiando la poca vida que te queda en esas... pastillas sintéticas. Te cubres el cuerpo con trajes, gruesos tejidos y gomas que te aíslan de ese calor que te llama, te proteges la cara, la boca, las nariz, los ojos, porque tienes miedo al exterior, a la historia, al nuevo mundo que se ha creado con aquel error fatal... Este nuevo medio ambiente que hemos creado los hombres, un paraje sintético y artificial, que se alimenta de dióxido de carbono, uranio y radiación nuclear. Un medio ambiente que no necesita del sol, ni del agua pura, ni de la vida; sólo la radiación; y ese nuevo ambiente se va quedando con los restos que han quedado de la humanidad, los corrompe y destruye, les arrebata la poca vida que tienen, los mata lentamente o los transforma; gente honrada, que trabajaba en una oficina para dar de comer a su familia... Ahora son personas totalmente diferentes, cambiadas, personas sin escrúpulos que matan al primero que supone una amenaza para su supervivencia.... Porque el nuevo mundo los hunde en el ocaso, y poco a poco, ella va ganando fuerza y poder, una tierra que nos engulle y devora, una tierra que no cuidamos en su momento, y que ahora se adueña por la fuerza de lo que es suyo, y que le quitamos hace años mal tratándola.
Mira a tu alrededor, mira todo lo que se ha hecho, las barbaridades y salvajadas que hemos permitido que hicieran, todo lo que hemos dejado caer sobre las ciudades, sobre las personas, aquellos misiles... Ahora sufre las consecuencias. Todo lo que se hace se paga, aquí nadie ha ganado, todos hemos muerto, hemos pagado por lo que hicimos. Puede que exista alguna persona que consiga su liderazgo, dominar a las masas, a sus esclavos, consiga estar por encima de más gente sin vida que recorren las viejas carreteras montados en sus máquinas híbridas, a esas máquinas que saquean las ruinas. Esas máquinas que comen combustible, que tiene un dueño que se dedica a sembrar el caos y más muerte a su paso, atropellando, quemando, o desollando a supervivientes. Aunque se logren alzar, acabarán corrompiéndose, como todo el mundo, hundiéndose en el ocaso. Nadie sobrevive a ello, nadie. Este medio ambiente asfixiante no se puede borrar, destruir. Es el resultado de todo el sufrimiento que hemos estado dándole a nuestra madre. No la que nos sacó de su vientre, si no la verdadera madre; la naturaleza. Siempre nos dio cobijo, nos albergó mientras crecíamos, evolucionábamos, y así es como se lo hemos devuelto. Ahora recupera lo que es suyo... Nadie puede pararla. Hemos alterado todo lo que ella había creado, lo hemos modificado a nuestro antojo, hemos intentado recrear lo que ella hizo, catastróficamente. Una naturaleza artificial, sintética, como la nieve nuclear que cae, como la lluvia negra que cae del mar de nubes que cubre el cielo, como la nueva tierra que hemos plantado, esa tierra negra, creada a través de la combustión de todos, y de todo. Brisas de aire artificiales, creadas por el colapso de la materia, de la naturaleza, por dióxido de carbono, alimentándose de bosques todavía en combustión, sin que nadie pueda extinguirlos... Todo es artificial, todo ha sido creado por esas bombas, ellas han creado un nuevo mundo, totalmente diferente al que conocíamos. Y se mantendrá vivo, hasta que desaparezca el último ser vivo del planeta. Los materiales, uranio, plutonio, radiactividad, fuego, todo eso que ha sido esparcido por kilómetros y kilómetros, que se ha sembrado en la tierra, en el aire, en el agua, todo eso que fue creado para defendernos los unos a los otros, ahora forman parte de las materias primarias de esta nueva naturaleza. Una sola bomba es capaz de alterar toda la naturaleza terrestre, una sola bomba en el globo; pero nosotros no lanzamos una, lanzamos miles, entre nosotros, animales de una misma especie, animales que sólo nos diferenciaba la distancia a la que estábamos el uno del otro. Nos suicidamos juntos, un baño de sangre mundial, el rojo tiñó el mundo durante mucho tiempo, el fuego lo hizo. La luz, la radiación, el poder del átomo.
Ahora sólo hay más muerte que vida, sólo restos, ruinas olvidadas en la memoria, restos carbonizados del antiguo mundo, aquel que nos llevó al acantilado, y nos despeñó. Todos juntos, sin distinciones, todos caímos por el precipicio, hacia un abismo de fuego y radiación. ¿Cómo un simple mecanismo, una máquina simple, puede llegar a cambiar el rumbo del mundo? ¿Cómo es capaz que el hombre haya podido elaborar algo tan destructivo, e incorporarlo en una cosa tan pequeña? Algo que se creó con el fin de defender de amenazas; el ser humano estaba confuso, por eso se vio así mismo como una amenaza, como el reflejo en un espejo, y se auto asesinó. Sus restos están esparcidos por todos lados, todo lo que has visto, lo que ves, lo que verás; todo eso son sólo restos, restos de lo que una vez el mundo llegó a ser. Todo el trabajo y estudio de miles de personas; destruido. Todos. Los creadores de esas armas de destrucción masiva se arrepentían, lloraban, suplicaban una y otra vez qué habían hecho, ellos habían sido los responsables de aquello, sus mentes inteligentes pero ambiciosas; ellos habían creado la muerte. Una muerte rápida, una muerte que volatiliza mundos, vida, recuerdos, historia, y pone el contador en cero. Hace borrón y cuenta nueva, papel en blanco. Pero nadie tiene el valor de agarrar un lápiz, un bolígrafo... aquel que se atreva, sucumbirá ante las garras del yermo. Para eso fueron diseñadas las bombas, para matar y destruir, para convertirlo todo en recuerdo, polvo y ceniza. Para seguir matando décadas después de que ella desapareciera de la faz de la tierra...

Próxima salida a 500 metros


Papá, estoy cansada. ¿Cuándo empiezan las uvas? ¿Eh, papá?, ¿eh?
Dentro de cinco minutos cariño, ten paciencia. ¿Mamá te ha pelado las uvas?
Sí, ¡y le ha quitado las pepitas!
¿Has contado bien? ¿Tienes las doce? – Contó las uvas, pero a la mitad se perdió. Volvió a empezar. Stella había elegido las uvas más pequeñas para servírselas a sus hijitas; menuda mujer.

Notaba a su hija Rocío nerviosa, tenías las manos frías y le temblaba el cuerpo. Sostenía la servilleta con las uvas con las dos manos, con sumo cuidado de no derramarlas. Sólo tenía ocho añitos y ya estaba hecha una mujer, cómo agarraba las uvas con esas manos. Esas manos que veía todos los días, durante años, que las había visto crecer desde que sólo medían siete centímetros.
Oye, Albertito – Su hermosa mujer, Stella, se aproximó hacia él con un plato de uvas - ¿Dónde están las niñas?
Arriba, en el cuarto jugando con las hijas de Ruperto.
Pues bájalas que van a empezar las uvas; faltan… - Miró un pequeño reloj – diez minutos.
¿Diez? Vaya, que rapidez. Ve preparando mi sitio.
Alberto subió por las escaleras que daban al piso superior, donde estaba la entrada, la cocina y el comedor. En la cocina estaba su amiga del alma, la misma con la que pasó gran parte de su vida. La misma que se había casado con Ruperto, otro amigazo. La verdad es que siempre fueron el trío, hasta que se incorporó Stella. La conoció en un crucero, antes de que todo esto… Todo esto empezara. Australiana, de la capital, con unos ojos verdes esmeralda, penetrantes, hipnotizantes. Los mismos que lo mantuvieron embobado hasta que se casó con ella.

Seis años más tarde tendrían unas preciosas gemelas que este año que se iba a acabar en menos de… Siente minutos ya, habían cumplido ocho años. Estaban jugueteando en el piso superior, en el cuerpo de las niñas, con las otras dos de Ruperto y Marina, sus dos mejores amigos de toda la vida. Rocío seguía abajo, con Stella. Volvió a subir otras escaleras llamando a las niñas, las cuales seguían sumergidas en las muñecas y en ir de compras. Al abrir la puerta, pudo recordar una nana que siempre le cantaba su mujer, una nana que siempre lo mantenía embobado, hasta que acababa. Stella la cantaba de una forma tan especial… tan extraña para él. Le dio un pequeño repelús por el cuerpo; se acordaba como la escuchaba cantar, en inglés, paladeando cada sílaba, a oscuras…
¡Niñas, las uvas, ya empiezan!
¡¿Ya?! – Gritaron las tres al unísono. Sin más palabras, dejaron sus muñecas y salieron corriendo por las escaleras para ir al salón. Ni siquiera apagaron la luz.

Alberto se quedó mirando cómo bajaban a trompicones, casi cayendo; daba gracias a Dios de que sus hijas tuvieran unas buenas amigas; daba gracias de que siguiera manteniendo una relación con sus amigos de toda la vida, daba gracias por Stella. Apagó la luz y se dirigió abajo:
Marisa, las uvas van a comenzar, mujer.
Ya voy, ya. Es que esas uvas se me resistían – Sonrió enseñando todos sus dientes.
Bajaron los dos juntos, al piso inferior, donde estaba el gran salón con la “tele que le costó un huevo”, y su estudio. Todos estaban allí, Ruperto hablaba con Stella mientras ella intentaban tranquilizar a su hija Rocío. Las niñas de su amigo estaban sentadas junto a su otra hija, Leticia. Sus dos gemelas, los mismos ojos que su madre, exactamente la misma tonalidad. Iban a ser preciosas, menuda vida les esperaba; serían el terror de los chicos. Alberto reía cuando pensaba en eso. Ya estaba impaciente por verlas crecer, por educarlas, enseñarle tantas cosas que ahora no podía comprender… Stella fijó sus ojos esmeralda en sus pupilas, algo que lo clavó allí mismo, en la escalera, para sonreírle y gesticular con su mano derecha que ya tenía un sitio al lado suya y las uvas peladas. Tres minutos para el cambio de año, de década… Estaba ya tan nervioso. Cuando acabaran sacaría la tarta que tanto su mujer como él habían preparado esa misma mañana, sus queridos amigos de toda la vida eran sus invitados, y por eso les sorprendería con aquel pastel. Lo sacarían antes de que las niñas se fueran a la cama; un pequeño trocito para sus princesas, y las de Ruperto.

Como habían acordado, Carmen y Marina se quedarían a dormir en su casa, en el cuarto de sus hijas, como lo habían hecho durante estos últimos años cada vez que querían. Eran tan felices, y eso, una sonrisa de sus hijas, era suficiente para abastecerlo. Se sentó junto a su hermosa mujer de ojos brillantes y de Ruperto. Ambos agarraron a la vez las servilletas con las doce uvas; ambos las contaron. Eran doce. Stella le acarició clavando sus dedos en su cabello naranja, rascándole la nuca. La miró por un instante y allí estaban sus ojos, mirándolo con atracción y sugerencia. Menudo polvo le echarían cuando se fueran de su casa. Pero ahora estaban las uvas, la cámara estaba enfocando a los presentadores, ambos en smoking, con la Puerta del Sol de Madrid a sus espaldas. Ruperto le dio volumen a la tele:
Nos encontramos frente a la Puerta Del Sol aquí, en Madrid, con un océano de gente bajo nuestros pies. Todos estamos preparados para la llegada de esta nueva década, todos esperamos que se acabe esta maldita guerra, que todo vuelva a ser como antes. ¿Quién no lo quiere?
Así es Yolanda, estamos esperando con impaciencia y nerviosismo la entrada del nuevo año, esta nueva década, 2040. Qué nervios, ¿eh?
Perdona que te interrumpa, pero van a empezar a sonar los cuartos.
Todos agarraron las uvas, la campana comenzó a sonar. Alberto se dio cuenta de que su hija Rocío se había metido una uva en la boca. Stella la corrigió antes de que pudiera hacer nada. La niña se sacó la uva de la boca, pero en ese momento, comenzaron las campanadas: ¡Dong!

Alberto indicó a las niñas que ahora sí, todos comenzaron a comer, repitiendo los números, todos juntos; dos, tres, cuatro, cinco, seis…

En ese momento la señal se fue. Sólo se veía niebla. Fue un momento de tensión y parálisis, pero Marina, como siempre (ese espíritu impulsivo y sin escrúpulos) comenzó a seguir contando, intentando mantener a las niñas sin una decepción, a ver si se tragaban las doce sin que se enteraran. La tele seguía sin dar señal, Alberto se estaba cagando (con una sonrisa en la cara y tragando uvas) del maldito cableado de la tele, del maldito técnico, de la maldita tele… Se iban a enterar, fastidiarle así las campanadas, encima aquellas, importantes por el cambio de década… Cabrones.

- ¡Doce! ¡Bieen! Ya está, ya pasó todo criaturas – Marina rió – ¡Feliz 2040 a todos!
Marina besó en la boca fuertemente a su marido, y acto seguido, a sus hijas, que estaban con la boca aún llena de uvas. Stella imitó a su amiga y le plantó un gran besó a su querido marido en la boca, se le puso dura en cuanto notó un pequeño roce con la lengua de aquella mujer a la que tanto amaba. En seguida fue a abrazar a Carmen, la cual ya venía hacia ellos para besarles. Alberto fue a darle la enhorabuena a Ruperto, el cual estaba de pié ya; al abrazarlo se pegó a su oreja y pidió perdón como un condenado, gracias a su tele le habían jodido las navidades a él, a su mujer y sus hijas… Le dijo algo más al oído, pero Ruperto lo esquivó y no respondió sus súplicas, simplemente lo miró una sonrisa y le deseo feliz año nuevo con otro abraza; pero al desearle el feliz año en la oreja, su mirada se deslizó hacia la ventana, donde vio algo que nunca debía de haber visto. A lo lejos, en la ciudad, al oeste, un gran resplandor sobrenatural se asomaba entre las siluetas de las montañas y la ciudad. Toda ella estaba apagada, era como si toda la luz de la ciudad se hubiera concentrado en un punto. Apartó los ojos como acto reflejo, pero su mente ya se había parado y había dejado de responder al cuerpo, lo había dejado helado. Veía el reflejo de sus ojos abiertos como platos en la ventana, pero seguía observando aquella cúpula de luz blanca, la cual iba creciendo gradualmente, de altura y de anchura, casi se había hecho una esfera cuando volvió a pegar otro flash, a la lejanía, a kilómetros de allí, un flash que llegó con una intensidad muy baja, pero lo suficiente para ser visto. Entre dos montañas que dejaban un hueco en forma de V, aquel resplandor se elevaba hacia el cielo y lo iluminaba, como un áurea blanca. Aquella luz se reflejaba en el mar. Podía ver el cielo en aquella zona tan alejada, un cielo blanco, en algunas zonas celeste claro, en otras naranja, violeta, era algo muy extraña. Las nubes, iluminadas y sacadas del sigilo entre la luz oscura de la noche, se alineaban alrededor de esa bola de luz en forma de círculos.

Alberto dejó de mirar, algo que le costó bastante, y pudo ver que su Ruperto también miraba en la misma dirección que él, mantenía una mano apoyada, seguramente hace unos instantes se la había puesto para decirle que porqué estaba tan embobado, pero ya lo comprendió, miraba aquello fijamente, aquel resplandor lejano, con los ojos como huevos duros; se dio la vuelta por completo, veía a Stella agarrando con los dos brazos a sus hijas, las cuales estaban a punto de romper a llorar por el estado de sus padres y amigos. Las niñas de Ruperto también estaban abrazadas a Marina, la cual preguntaba con la mirada qué era aquello.
¿Qué… qué es eso…?
No… no…
¿Papá, qué es ese brillo? ¿Ya es de día? – Alberto notó como el aire de sus pulmones se esfumaba al escuchar a su hija Rocía preguntar aquello.
Vámonos, tenemos que irnos de aquí, ¡ya!
¿Qué ocurre papá, eh? ¿Qué pasa? Papi… - Carmen echó a llorar, sin saber porqué, sólo por el comportamiento de sus padres y de sus amigos.
Nada cariño, no pasa nada. Son unos petardos muy potentes, ¡mira como brillan! – Stella se llevó, junto con Marina, sus hijas hacia arriba con velocidad, casi a trompicones. Alberto se quedó sólo con Ruperto, y con aquel resplandor lejano.
¿Es… Es lo que yo pienso que es…?
Creo que… sí. Llegó el… día… - Alberto aguantó un sollozo que procedía de lo más profundo de su garganta.
Al fin y al cabo, el sindicato tenía razón, aunque con tres años de retraso… - Ese chiste no consiguió despreocupar a Alberto, el cual miró por última vez aquello y subió por las escaleras corriendo junto con su querido amigo. La tele seguía con la nieve. Al subir, Marina y sus hijas estaban en el recibidor, lo estaban esperando con los abrigos ya en la mano; Alberto los interrumpió.
¡¿A dónde vais?!
A casa, tenemos que salir de aquí, lo más alejado posible…
¿Os dará tiempo? – Marina sostenía a sus hijas, las cuales lloraban, mientras abría la puerta; en ese momento, algo fuerte la golpeó, era el vecino de la otra puerta, el cual cargaba con una maleta gigantesca; al chocar, cayó al suelo.
Perdone… – El vecino no contestó, se levantó y agarró la maleta, la cual se subió a la espalda. Salió corriendo por el pasillo.
¿Qué está pasando, por el amor de Dios…? – Dijo preocupada Marina. Como respuesta, se hechó a llorar, lo que causó que sus hijas lloraran con más fuerza, mirando a su madre y preguntándose qué diablos le pasaba a todo el mundo. Ruperto se giró antes de salir por la puerta:
Nos vemos dentro de media hora en la gasolinera que hay enfrente de la entrada de la autopista que va a mi casa, ya sabéis (cómo no conocerla, si se había pasado quince años tomándola cada vez que quedaban en su casa) Allí estaremos alejados de la… del petardo. Adiós, sed rápidos… - Marina y las niñas se fueron, casi a rastras; su padre las siguió, pero cuando Alberto se asomó, Stella había tirado hacia el piso de arriba con las niñas, Ruperto volvió a girarse, le miró a los ojos en silencio, y:
Alberto… por si no nos vemos… Te quiero, siempre fuiste el mejor amigo que tuve. Gracias “meneo” – Y continuó su marcha.
Ruperto no lo llamaba así desde hacía mucho, mucho tiempo, era su mote de la universidad. Un shock comenzó a taladrarle la mente, le debilitó y le restó fuerza. Pero pudo, a duras penas, subir las escaleras del piso de arriba. Al ir hacia su habitación, pudo observar que Stella estaba preparando a las niñas, sacando las maletas y guardando ropa del armario en ella. Las niñas lloraban, Alberto se fue directo a su habitación; la luz estaba encendida y su mujer había sacado las maletas de viaje del armario, estaban abiertas y vacías encima de la cama. Se dirigió hacia el armario, y allí empezó a sacar ropa, agarró los dos primeros montones de ella y la tiró hacia las maletas; con eso era suficiente; ahora no tenía la suficiente coherencia para elegir la ropa. Volvió a meterse en el armario para sacar más ropa, pero la desperdigó por el suelo. Su objetivo era la caja fuerte, la cual se encontraba escondida entre un par de pantalones. La clave, le temblaban los dedos, no la acertó a la primera; pensaba y pensaba, ¿Cuál era? No podía concentrarse, tenía sudor frío por todo el cuerpo, sólo memorizaba aquel resplandor y aquellas palabras de Ruperto. Volvió a teclearlas, esta vez se encendió el pilotito verde; abrió la puerta como si fuera a arrancarla; allí, cuando fue a meter la mano, escuchó fuera de su habitación un cántico, una melodía hecha con las cueras vocales, procedente de la habitación de las niñas, con eco, entre aquel silencio. Era la voz de Stella, relajada, como si no hubiera ocurrido nada, cantándole a sus hijas, amainando su llanto, aquella canción que le ponía tan nervioso, le sudaban las manos, tenía agarrado el sobre del dinero, pero seguía escuchando a su mujer cantar, en ese idioma tan extraño, cuando llegó a entender lo que decía, un escalofrío le recorrió absolutamente todo el cuerpo.

When the blazing sun is gone…
When there's nothing he shines upon…
Then you show your little light…
Twinkle, twinkle, all the night.

Escuchaba aquella melodía, como su mujer se la susurraba a sus hijas, como se colaba entre aquel silencio. Aquella canción infantil siempre le puso nervioso, siempre se la cantaba cuando sus hijas no podían dormir, cuando estaban asustadas, siempre en la oscuridad. Notaba los escalofríos en el cuerpo cuando la escuchaba, lo ponía tenso, mucho. Su susurraba por los labios, catándola suavemente en aquel inglés que ya apenas usaba, una nana que siempre cantaba.

Then the traveller in the dark…
     Thanks you for your tiny spark…
     He could not see which way to go…
     If you did not twinkle so.

Se mantenía inmóvil, helado, mientras aquel escalofrío le recorrías los brazos. Sudaba, estaba frente a la puerta, observando a Stella de espaldas, casi a oscuras, susurrando aquella canción. En ese instante, la luz de la pequeña bombilla rosa que compró hace dos años para que las niñas no tuvieran miedo en la oscuridad, se fue apagando gradualmente, primero pensó que era su mujer, pero aún no había acabado de cantar. Entonces la luz de techo que estaba en su dormitorio se apagó, Alberto se quedó a oscuras. La del pasillo se fue, y la del baño también. Pudo ver de refilón por el hueco de la escalera que la del piso de abajo también. La casa se quedó a oscuras, completamente. En la calle se escuchó un estruendo de vehículos…

When the blazing sun is gone…
     When he nothing shines upon…
      Though I know not what you are…
     Twinkle, twinkle, little star.

Seguía susurrando aquello, estaba muy tenso, pero con aquel apagón repentino pudo reaccionar y levantarse, agarrando el sobre con todo el dinero y lanzándolo contra la maleta, llena de ropa sin doblar, algo impensable; pero en aquellas circunstancias, daba igual que se doblara, arrugara o manchara, tenían que irse de allí… Había visto pocas pelis sobre las bombas nucleares, pero les bastaba saber que aquello que había visto, aquella luz, era capaz de llegar hasta donde estaban ellos. Cerró las maletas pillando un calcetín y la pernera de uno de sus vaqueros, pero lo daba igual. Se aseguró bien de las cremalleras, casi a oscuras, la única luz que entraba era a través de la luz amarillenta de las farolas, pero en ese instante que comprobaba la última cremallera, también se fue. Se quedó completamente a oscuras, volvió a escuchar a Stella susurrando.

   Twinkle, twinkle, little star…
     How I wonder what you are…
     Up above the world so high…
     Like a diamond in the sky.

¡Joder Stella, me estás poniendo nervioso! ¿Quieres callarte de una puta vez?
Vas a despertar a las niñas, me está costando dejarlas dormidas, ¿sabes? – Salió de su cuarto, Alberto pudo notarlo por la cercanía de su voz. Aún no estaban a oscuras totalmente, el resplandor del horizonte alumbraba muy levemente la ciudad, casi a oscuras; lo suficiente como para ver que su mujer había entrado en el cuarto y estaba enfrente suya, o eso creía.
¿Para qué las duermes? Ahora vamos a tener que ir cargando con ellas, Stella, ¡tenemos que irnos ya!
Cargaremos mejor si están dormidas que si están pataleando y llorando, Alberto.
No respondió, simplemente abrió el cajón del tocador para coger su linterna. Funcionaba aún, gracias a Dios. Stella se la cogió. Le fue alumbrando el camino hasta la entrada. Dejó las dos maletas junto a la puerta, volvieron a subir, Stella agarró las niñas, una se le hechó al hombro, y la otra sobre su brazo derecho. Alberto agarró el botiquín, una pequeña caja octogonal debajo del mueble del lavabo, y se le llevó bajo el brazo. Vio a Stella esperando a que la ayudara a iluminar, también con una de las mochilas de las niñas. Se la cargó como un pequeño bolso al hombro, agarró la linterna y bajaron con cuidado.

Alberto agarró las llaves y abrió la puerta; en el exterior había un gran estruendo, sólo existía la luz de los focos de los coches, las cuales se colaban por las ventanas del pasillo del rellano. Aquello era un edificio en el que cada vivienda tenía tres pisos, se accedía a cada una a ras del suelo, no había puerta con puerta, todas estaban formando una hilera, hasta el final. En frente de la puerta de entrada había un muro con ventanas de cristales opacos, detrás, la calle. Salió alumbrando el felpudo, arrastrándolo al sacar las maletas con desesperación y nerviosismo. Cerró al puerta y se dirigieron por aquel pasillo tan largo, ahora, con algunos faros de coche que se filtraban por aquellas ventanas. Al pasar corriendo pudo escuchar la puerta de otro de sus vecinos, pero no se detuvo, nada lo detenía. Miraba atrás para ver que estaba todo normal. Su hija Rocío se había despertado. Stella volvió a cantarle esa dichosa canción, ahora sólo la tarareaba en su oído. Pero Alberto la había vuelto a escuchar, otro escalofrío… Abrieron la cancela con las llaves, el pulsador automático había dejado de funcionar, como toda la instalación eléctrica del edificio. Salieron al exterior, donde seguía observándose aquel resplandor, como teñía el cielo de rojo, como un arcoiris. Un blanco cegador, amarillento cuando se alejaba y tocaba las nubes en forma de aros que había a su alrededor, naranja, rojo cuando se aproximaba a las afueras de la ciudad, y ya ese roja se mezclaba con el negro de la noche y con las estrellas. Algunas nubes que seguían en la oscuridad salían al descubierto por aquella luz tan potente, unas nubes rojizas.

Numerosos coches arrancaban y salían de allí pitando dando largas y ráfagas con los faros, apartando a todo aquel que estuviera en medio desorientado y asustado, o hipnotizado por aquel resplandor. Todo el mundo había salido de sus casas para ver aquello, todo estaban asustados. Cargaban cosas en el coche, otros se encerraban en sus casas, y una minoría salía corriendo gritando, sin maleta o mochila, preso del pánico. No se podía creer que hubiera llegado este día; quizás se equivocaba, quizás había sido un fallo en una central, o una detonación de unos de los misiles accidentalmente, pero no se iba a arriesgar a esperar a ver otro resplandor como ese, no se iba a arriesgar. Llegaron al coche, pero cuando dejó las maletas sin cuidado alguno sobre el asfalto, se le cayó el mundo encima. Las llaves del coche no estaban, buscaba por sus bolsillas pero no estaban por ningún lado… Maldita sea, no se lo podía creer. Tenía que volver a casa, no sabía dónde coño tenías las llaves del coche; ahora, la distancia a la casa le parecía kilométrica, no quería volver a entrar allí, pero tenía que hacerlo si querían escapar.
¡¿A dónde vas?! – Preguntó casi sollozando.
Las llaves, mierda, las llaves… - Se dirigió con miedo y cabreo, casi a trompicones, asegurándose una y otra vez que tenía las llaves de casa. Pero una voz le hizo ladear su cabeza.
¡Papi, el Señor Abracetes! – Alberto cayó al instante, el osito de peluche de Rocío…
Abrió la cancela a toda prisa, casi sin poder encajar la llave por el temblor; accedió a aquel pasillo, pero al ir corriendo lo más que pudo hacia la puerta de su casa, los vecinos del 1º C salieron igual de rápidos y confusos que él, no pudo esquivarlos. Tropezó con unas de las macetas decorativas de la comunidad y cayó el suelo rompiendo el jarrón, desperdigando aquella tierra negra por todos lados. Aquellos vecinos, con los que había compartido conversaciones, ni siquiera miraron quién se había caído, sólo fue alumbrado por un niño de cinco años que salía agarrando una linterna como su brazo de grande, mientras su madre lo arrastraba. Desde que vio aquella maceta, desde que la aprobaron para poder allí, sabía que algún día, lo tenía muy claro, que se tropezaría con ella; y así había sido. Se levantó cubierto de tierra, algo que no le impidió seguir corriendo. Llegó al 1º F, su casa. Abrió la puerta con tan sólo girar levemente la llave, ni siquiera habían cerrado bien. Enfocó con la linterna la mesita donde ponían las llaves, y allí estaban. Las únicas, parecía que se las hubiera dejado allí a posta. Pero al volver a coger la puerta para abrirla, recordó a su hija al ver una ráfaga de algún coche. Se dio la vuelta y subió rápidamente por las escaleras, alumbrando cada paso hasta llegar a la habitación de su hija. Abrió la puerta con fuerza, de un portazo, que rebotó contra el espejo que había al lado de la puerta, descolgándolo y cayendo al suelo. No se rompió, pero sí se despegaron sus pegatinas y muñecos que había colgado. Pudo ver con la linterna al Señor Abracetes, apoyando contra la pared sentado en la cama. Fue directo hacia él, pero tropezó con los muñecos que las niñas habían dejado desperdigados por el suelo, pisando de lleno la casita de campo de Barbie y sus amigas, algo que hizo que cayera de bruces contra el cabecero de la cama de Leticia. Sintió un dolor insoportable en los dientes y en el dedo gordo, pero se le fue aliviando. Agarró el osito de peluche por la cabeza y se lo colocó bajo el brazo. Pudo observar antes de salir de la habitación que las niñas de Ruperto se habían dejado las muñecas y juguetes allí. Ya daba igual. Bajó las escaleras ansioso, con el Señor Abracetes bajo su axila, pero, aunque hubiera bajado esos escalones miles de veces y se los supiera de memoria, sus nervios le jugaron una mala pasada, tropezó y se cayó de nuevo de boca contra la escalera. Sólo vio que su linterna se colaba por el hueco de las escaleras y caía haciéndose añicos al piso de abajo, donde hacía menos de diez minutos que habían estado de fiesta.

Llaves, osito de peluche, lo tenía todo. Esta vez sí cerró la puerta bien, sacó la llave y salió disparado por el pasillo, dando grandes zancadas. Ya estaba sudando a chorros, dos sudores, uno frío por nervios, y otro de aquel estrés y paliza que se estaba pegando. Un nuevo escalofrío le recorrió de nuevo su pegajosa piel. Al salir, la puerta de barrotes de la cancela se estaba cerrando, sus vecinos del A estaban saliendo, ni siquiera se dieron la vuelta para ver si podían sujetar la puerta un segundo más. Pero pudo abalanzarse contra los barrotes antes de que se llegara a cerrar. Al salir e ir corriendo hacia su coche, esquivando a algunas personas, se escuchó un fuerte golpe seco que retumbó sobre todo aquel escándalo que se estaba armando. Se escuchó de nuevo en el oeste, no estaba seguro; pero aquel sonido nunca lo había escuchado, un golpe seco, sonaba como si se estuviera produciendo bajo el agua, pero a miles de decibelios, con eco, un sonido que le taladró los tímpanos levemente. Una racha de aire se sacudió el cabello, asustó a más gente que comenzó a chillar, mucho más que antes. Era otra detonación, estaba seguro… “No se iba a arriesgar a…” Maldita sea, era lo que el temía, ningún accidente; era el fin, las bombas estaban cayendo. Abrió el coche a distancia, ni siquiera se paró a tomar al aire, siguió atacado y subiendo las maletas al maletero. Stella subió a las niñas en sus respectivos asientos homologados en la parte de atrás y dejó la pequeña mochila bajo los pies de Leticia, que seguía dormida. Stella subió en el asiento del copiloto, Alberto cerró el maletero y subió a su ranchera de gas-oil.

Pero el coche se resignada a arrancar, Stella lo miró muy asustada; en ese instante se arrepintió de no haberse comprado un coche eléctrico de hidrógeno o algo parecido, un coche ecológico. Maldita sea, aquellos coches arrancaban sin combustible, sin chispa, los privilegiados salían de allí disparados. El motor tosió y arrancó. Los indicadores se encendieron, no esperó a ello, salió a segunda. No le había pasado en muchos años, casi nunca, pero aquella vez sí, la menos inoportuna; se le había calado. Volvió a arrancar, y volvió a pasarle. No entendía nada, se sentía un inútil, sin escapatoria, impotente y con aquel resplandor entre las montañas. Stella lloraba, desconcertada, Leticia seguía dormida, y Rocío con los ojos como platos sin inmutarse y agarrando al Señor Abracetes con mucha fuerza. Se preguntaba como funcionaba esto, no recordaba nada, estaba atacado de los nervios, lo notaba a flor de piel. Pero en una exhalación de aire, recordó: quita la marcha o pisa el embrague para arrancar si se te cala. Así fue, casi sollozaba del placer de haberse acordado de eso, pisó el embrague y arrancó con todas sus fuerzas. Salió de allí disparado, sin mirar por los retrovisores.

¿Dónde está tu linterna?- Le preguntó su mujer al borde los nervios; tenía un pañuelo entre las manos que arrugaba y arrugaba.
En el salón; se me ha caído con la mierda del osito de los huevos. También me he hecho la boca pedazos. Dos veces – Notaba el regustillo de sangre. Con aquellas palabras asustó aún más a su hija, la cual seguía con el Señor Abracetes y mirando perpleja por la ventanilla, como la gente corría con mucho miedo, como si hubieran visto al monstruo de su armario, cómo arrastraban maletas, empujaban a la gente, arrancaban sus coches o salían corriendo por mitad de la carretera.

Alberto comenzó a pitar efusivamente para que toda aquella gente de la urbanización se quitara de en medio de aquella carretera, ahora de un carril con todo el alboroto. Algunos pegaban al coche, intentaban abrir las puertas, pero Alberto ya había echado el seguro. Aquella muchedumbre estaba descontrolada, fuera de sí, alimentada del miedo y la desorientación. Un tipo, no pudo verlo, rompió la ventanilla trasera con un objeto metálico (a juzgar por el ruido), agarrándose al manillar que abría la puerta donde estaba sentada su hija Rocío. Leticia se despertó bruscamente con un grito. Ambas niñas chillaron como si aquel tipo fuera una bestia mala. Alberto se dio la vuelta asustado, dispuesto a echar a ese tipo del coche, pero Stella se le adelanto y le mandó una mirada de “sigue conduciendo”. Su mujer agarró a aquel tipo, que estaba en pijama, le subió la manga y le mordió hasta que comenzó a notar un regustillo de sangre en la lengua, hincando el diente hasta que aquel tipo gritó del dolor y metía la otra mano para apartar las dentelladas de aquella madre salvaje. Sus hijas la miraban aterrorizadas, pero Stella no le importó, aquella gente estaba ciega por los nervios, ¿quién sino? Y cualquier persona con un ataque de nervios puede hacer cualquier cosa, cualquier. La calle de la urbanización estaba repleta de vecinos, muy pocos en coche, la mayoría a pié y corriendo. Los que iban en coche se peleaban por salir, por escapar de aquellos locos que se subían encima de los coches para escapar lo más lejos posibles; la mayoría intentaba abrir las puertas, pero nadie dejaba el seguro abierto con aquel tumulto.

Alberto se encontraba en una intersección que comunicaba con otra área de la misma urbanización, de la cual salían más coches que de la suya, coches cargados de maletas y dándole ráfagas con los faros a todo el que estuviera delante. A estas ráfagas les iba acompañando golpes y golpes de bocina. Fugazmente vio como un sedán color burdeo adelantaba en la intersección machacando un par de cubos de basura y penetrando de lleno en el grupo de gente, a la cual atropelló sin detenerse. Aceleraba y aceleraba aquel tipo de gafas, sin mirar, ciego por la desorientación y el salvaje instinto de supervivencia; pudo ver a una joven adolescente muerta debajo de las ruedas de aquel sedán. Stella también la vio.
Niñas, ¡tapaos los ojos, no miréis! – Ambas obedecieron, muertas de miedo y lagrimeando; sabían que aquello no era normal, algo había pasado, demasiado complejo para sus mentes, pero era algo que no debían ver. Su madre lo decía.

Alberto, prisionero de los nervios y la frustración e impotencia, vio algo que le iluminó la cara justo detrás del sedán. Se encontraba perpendicular a él, pero lo vio detrás. Era uno de los parques, el borde de aquella carretera daba a aquel parque. Ni se lo pensó; “Stella, abróchate el cinturón”. Pisó acelerados, algo que sorprendió al vecino que tenía atrás conduciendo, y se estampó directo contra la verja metálica de aquel parque en la cual se habían quedado tantas pelotas empeñadas y pinchadas. El coche comenzó a dar tumbos, los amortiguadores crujían y se retorcían, el barro y césped penetraban en todos los bajos del coche, las ruedas botaban como pelotas de baloncesto, las luces enfocaban arriba y abajo con rapidez. Se llevó una papelera y un columpio en forma de pony por delante, sin frenar, agarrando el volante con mucha fuerza, los brazos demasiado tensos para sus músculos, el volante giraba y giraba en todas direcciones. Pero no frenaba, tenía poco tiempo, había perdido mucho entre una cosa y otra, sólo aceleraba y pisaba embrague para recuperar el control del coche cuando se veía incapaz. Salió a la carretera, esta vez sin demasiada gente, arrastrando un rastro de barro y basura de la papelera, desperdigándola por el asfalto al girar e incorporarse. Veía por el retrovisor interior sus ojos desorbitados y su pelo rojizo, como ondeaba con el viento que se colaba por la ventanilla ropa del pasajero de atrás. Invadió el carril contrario, sin respetar nada, sentía rosas de sudor bajo sus axilas, en su espalda, en la frente y bajo la nariz; iba haciendo ráfagas a los pocos coches que circulaban en sentido contrario a muy baja velocidad, seguramente aún en shock. Los esquivaba, el volante se deslizaba entre sus dedos, controlaba el motor del coche como si fuera un órgano propio, necesitaba ese tiempo, necesitaba salvar a sus hijas. A su derecha se seguía viendo aquella basta iluminación entre aquellas montañas en forma de V, como la luz iba perdiendo intensidad y dejaba un color rojo sangre en el cielo, ese color se expandía, teñía las nubes de la noche y las estrellas.
¡Mami! ¡Tengo mucho miedo! – Decía su hija Rocío con la cara llena de lágrimas y con un gran colgajo de babas en el labio.
¿Qué pasa, mami? ¿Qué le pasa a papi? ¿Qué le pasa a toda la gente? – Respondía Leticia con una cara igual de emborronada y sucia que su hermana. Ambas estaban tan asustadas que Stella notó que se habían meado encima por el olor; estaba demasiado oscuro y el coche se movía tanto que era imposible poder ver si tenían la entrepierna mojada.

Alberto, concentrado completamente en la carretera, logró atravesar un aparcamiento para poder invadir una carretera en sentido contrario para meterse en la autovía. Cuando acabó esa salida – entrada para ellos – Dio un giró de 180º a su volante, atravesó la mediana rompiendo la vieja y oxidada cadena que separaba ambos carriles y se incorporó al suyo, en medio de un ataque respiratorio, pero no apartaba las manos del volante; demasiadas emociones para él. Stella le agarró el volante para que pudiera toser y golpearse el pecho, eso sí, sin dejar de pisar el acelerados. Las revoluciones del motor estaban en trescientas, al igual que su corazón y su tensión; el coche estaba a 145 km/h por aquella carretera casi desierta, al menos las farolas seguían encendidas con aquella luz amarillenta, convirtiendo aquello en un sendero luminoso de luces naranjas que le concederían la libertad. Un camión de reparto con las dos puertas traseras abiertas y colgando los adelantó superando su velocidad, parecía imposible que aquel camión fuera tan rápido. Las niñas se asustaron cuando aquel vehículo los sobrepasó a toda velocidad, chillando de nuevo. Stella se volvió a girar, ya sin el cinturón de seguridad, abrió la mochila que tenía justo detrás del asiento y sacó la videoconsola Nintendo DS que tanto entretenía a sus hijas con una de las miles de versiones de “Imagina ser…”. Las niñas la cogieron entre lágrimas, con miedo y confusión, sin saber qué estaba pensando o tramando su madre.
Jugad un rato, niñas. No miréis más por las ventanillas, jugad todo lo que queráis – Le dijo su madre entre sollozos y lágrimas.

Les volvió a adelantar otro vehículo, esta vez una autocaravana bastante grande, de seis ruedas, donde las luces interiores aún seguían encendidas y encima de la puerta de entrada había una pancarta que ondeaba violentamente con el viento a punto de caerse donde se podía leer: “Feliz año nuevo 2040”. Eso heló a Stella, la cual miró atrás para ver si sus hijas seguían jugando. Y así era, aquella maquinita nunca fallaba. En ese instante, las luces de la autovía, aquellas miles de farolas, esferas naranjas que alumbraban el camino para encontrarse con Ruperto, se fueron apagando una a una, progresivamente, como un dominó. Se quedaron a oscuras, alguien de detrás suya cambió a luces largas, algo que deslumbró a Alberto por un instante, hizo perder el control del coche y pisar la línea continua que separaba la carretera del quitamiedos. El sonido fue BRRRRRRRR, eso hizo botar a las niñas del susto, pero seguían con la cara iluminada y embobada por la luz de aquella consola. Alberto volvió a recuperar el control, el coche de las largas seguía detrás suya, dándole ráfagas para que se apartara. No lo entendía, el indicador estaba a 140 km/h, si lo adelantaba a más velocidad aquel tipo se acabaría matando, era imposible controlar el coche a tanta velocidad y con toda aquella oscuridad. Ni si quiera había luz en la ciudad, la contaminación lumínica que pintaba el cielo de amarillo y escondía las estrellas había desaparecido; estaban a oscuras, sólo se guiaban por los focos de los coches; Stella encendió la luz situada encima del espejo retrovisor interior. Pero al hacerlo la luz se empezó a atenuar hasta apagarse poco a poco, como una luciérnaga que muere. Los indicadores del salpicadero también, la luz de la radio con la hora, 00:44, el GPS, las luces exteriores… Se apagó todo, como si el coche fuera a pilas AAA y se hubieran gastado; parecía que si accionaba el claxon también fuera a apagarse progresivamente con ese peculiar sonido. Entre la confusión, Alberto estaba empapado de sudor y tragaba saliva, su mujer que había mojado el suéter por las axilas y el vientre, los goterones de sudor caían por la línea de su mandíbula, el rimel se le había corrido por completo en los ojos, parecía que tuviera unas ojeras masivas. Alberto dio un respingo en el sillón al escuchar algo detrás suya:
¡Mami! Se ha apagado la maquinita, ¡te dije que la pusieras a cargar, jope!
¡Y estuvo cargando toda la noche, cielo! – Le contestó gritando.
¡Dios mío Stella, alúmbrame la puta carretera, vamos a estrellarnos! – Las niñas soltaron un grito ahogado al unísono.
Stella sacó la linterna de ocho pilas de la mochila que tenía entre las piernas, pero tras asomar el brazo por la ventanilla y enfocar, la luz que se proyecto fue tan débil como la de un piloto LED. Su mujer golpeó varias veces la linterna, pero lo único que consiguió fue apagar la poca luz que emanaba del bombillón. Alberto se sentía clavado en el sillón, intentando hacer memoria fotográfica de cómo era la carretera, dónde estaba la siguiente curva… No podía recordar nada, el sudor le empapaba el cerebro, la rabadilla estaba empapada, las plantas de los pies se quemaban como si los pedales estuvieran al rojo vivo, sus manos estaban completamente mojadas de sudor. El sistema automático o eléctrico había dejado de funcionar, sólo podía recurrir al freno motor, o a ir descendiendo marchas, pero eso ahora era muy difícil. Iban a unos cien kilómetros de velocidad, totalmente a ciegas, esperando cualquier sonido parecido a BRRRRRR de que estaban pisando la línea para girar y no estamparse contra el guardabarros.

Pero no bastó con eso, un zumbido que retumbó en todo el coche y que hizo que todos sus ocupantes agacharan la cabeza como acto reflejo pasó muy cerca por encima de sus cabezas, como una libélula gigantesca, monstruosa; el sonido se perdió en la lejanía. Seguía conduciendo totalmente a oscuras, desorientado por aquel sonido, mirando a Stella en lugar de la carretera por si había algo de luz. Estaba a punto de orinase encima, no sabía qué hacer, su mente estaba a punto de darle un pantallazo azul. Pero por suerte, la luz volvió. Toda la autopista, completamente, hasta el último centímetro del asfalto y de sus proximidades se iluminó con una luz blanca y pura que venía de su derecha, lejos, de la ciudad. Fue un flash gigantesco, visible a kilómetros y kilómetros, lo iluminó todo, la potencia de aquel gran flash casi podía notarse como un tortazo en la cara. Por un instante lo cegó por completo. La sombra de su ranchera que proyectaba aquel gran resplandor se convirtió en una mancha negra enormemente alargada que se estampaba casi borrosa por toda la colina que había a la izquierda de aquella autovía. Alberto pudo ver fugazmente y a duras penas por la ceguera de aquel flash cómo la autocaravana que los había adelantado estaba en mitad de la autopista, invadiendo por completo la calzada. Había colisionado con otro coche y con el camión de las puertas abiertas, el cual estaba volcado. Frenó bruscamente, a punto de romperse el cuello, con la cuarta marcha puesta, no pudo controlar la ranchera a gas-oil, dio un volantazo llorando ya, con sus lágrimas estallando de sus ojos; el coche temblaba bastamente, el motor se tambaleaba como si fuera a salir disparado hacia la estratosfera, estaba frenando con aquella marcha tan corta puesta, algo que le iba a destrozar el motor, pero él seguía mirando a su derecha, observando aquel mini-sol… Vio de refilón por el retrovisor la mirada perdida de su hija Leticia, aquellos ojos verdes mirando la luz, semicerrados. Pegó un volantazo, pisando el freno que parpadeaba como si alguien estuviera agitando el pedal con todas sus fuerzas, las ruedas chirriaban, como en las películas, pero antes de que se dieran cuenta, la velocidad hizo que llegasen al accidente en muy poco tiempo. Inevitablemente colisionó fuertemente contra la autocaravana, destrozando las bicicletas y maletas que llevaba atrás, empotrándose contra el maletero del otro coche colisionado en el rebote; una de las ruedas delanteras salió disparada, miles de cristales volaron, escuchó gritar a sus hijas; finalmente, superó aquel accidente de tres coches a base de golpes en zigzag y se detuvo al chocar la esquina superior derecha del coche contra el quitamiedos derecho. El coche perdió la poca velocidad que tenía deslizándose por aquellas barreras de metal, hasta detenerse, arañando toda la carrocería. No se habían accionado los airbags, es lo primero que pensó. Si no hubiera sido por la carrocería de madera y plástico de la caravana, habrían chocado contra el turismo y con el camión; se habrían matado seguro. A su derecha se había creado una luz impresionante, borró los colores del coche, de la carretera, la sangre de la nariz de su esposa, su mano izquierda; casi no podía ver, demasiado brillo para sus retinas, entrecerraba los ojos. En ese instante les llegó aquel sonido, igual que el que había escuchado al salir de casa, aquel sonido seco, como una explosión bajo el agua y a mil decibelios. Este sí le provocó un pitido estéreo en sus tímpanos.

Otro flash lento procedente de aquel resplandor totalmente blanco lo volvió a cegar, pero esta vez pudo apartar la cara a tiempo, viendo así el vehículo que lo había deslumbrado con las largas, un coche relativamente nuevo, con una mujer y un hombre, ambos muertos. A ellos tampoco se les había accionado el airbag; tenían la cabeza machacada contra el salpicadero del coche. Su mujer gritó de nuevo, dijo algo en inglés, algo que no solía hacer casi nunca, sólo cuando estaba muy, muy asustada y había perdido el control de su sistema nervioso. Tenía la cara cubierta de sangre, aún se preguntaba dónde tenía la hemorragia, sólo mantenía visibles aquellos ojos, que con el resplandor se le habían aclarado más, aunque tuviera la cabeza vuelta hacia aquella… explosión nuclear. Una cúpula de luz pura comenzó a aumentar su escala, se agrandaba a una rapidez bastante terrorífica, no podía parar de castañear y temblar, se había jodido la pierna con el choque, el cinturón seguía apretando su clavícula, la tenía el carne viva del tirón del accidente, incluso se había desgarrado la camisa. El parabrisas delantero estaba hundido hacia dentro, arrugado como una bola de aluminio, sólo que aún estaba sujeto al techo. El motor seguía funcionando, aún con la cuarta marcha, expulsando humo negro y ambientando aquello con un olor insoportable a quemado. Veía la luz desde la ventanilla del copiloto, con Stella delante. Le estaba perforando las pupilas, las retinas, pero no podía dejar de mirar aquello, tan sobrenatural… paranormal… Se acordó de las niñas; miró atrás de forma inmediata, su cuello se retorció y sonó, y allí estaban. Rocío lloraba con la cabeza agachada, el Señor Abracetes estaba cubierto de sangre, pero aún lo sostenía entre sus brazos. Leticia también tenía la cabeza gacha, pero parecía inconsciente; o muerta. Alberto pudo levantar el brazo con mucha dificultad para desabrocharse el cinturón, quería voltearse completamente para poder ver a su hija… su querida niñita. No se daba cuenta, pero seguía llorando. Tras varios intentos, dio con la tecla, y se pudo soltar de aquel asiento. Su mujer seguía embobada, con la cabeza apoyada en el respaldo, mirando de lleno la detonación; por un momento pensó que había muerto, pero la veía respirar agitadamente, tosía, movía la cabeza.

Dar la vuelta le costó mucho más de lo que pensaba, notó tres latigazos en su columna antes de poder girar la cabeza y el tronco para ver a sus hijas. En ese instante, un sonido similar al que había oído parecido a un insecto monstruoso volvió a aparecer, pero esta vez parecía venir hacia ellos a toda velocidad. Podía ver a los árboles caer, el pequeño monte con árboles y hierbajos se vino abajo, se aplanaron, hasta que llegó a ellos. Para entonces todo era naranja, rojo y amarillo. Aquel sonido de turbina acompañaba a una racha de aire impresionante que empujó a todos los ocupantes del coche, reventó los cristales y desplazó el coche un poco hacia la izquierda. Alberto pudo protegerse de los pequeños trocitos de cristales, pero Stella no, ella seguía mirando la explosión, poco a poco sus ojos se iban deteriorando, su retina quemando, los nervios iban dejando de responder, la imagen se emborronaba, veía tres grandes puntos negros en su centro de visión, no paraba de llorar. Pero no podía dejar de ver eso, miles de pequeños cristales, casi menos de un centímetro, se le clavaron en la cara. Tras el gran susto, mientras su corazón latía a una velocidad que nunca había experimentado y su fuerza residía solamente en sus dedos, puso agarrar a su hija Rocío, sentada en la parte derecha del coche. Desabrochó el cinturón que mantenía la silla homologada y se la llevó al regazo, totalmente temblando, muerta de miedo. La dejó en el regazo de Stella; se aferró a los pechos de su hipnotizada madre. Volvió a girarse con mucho trabajo para coger a su hija Leticia, todo lo hizo muy lento, su cuerpo ya no daba más de sí. Desabrochó el cinturón de su sillón, pero estaba atascado. Lo golpeó, lo volvió a golpear, y nada. No sabía si era porque había perdido las fuerzas o porque se había atascado. Cambió la posición, se giró aún más, pero algo le volvió a sorprender. Esta vez fue otra racha de aire, pero trasportaba miles de escombros y cenizas, un aire que empujaba una nube de polvo naranja, una nube que impactó con el coche y le prendió fuego, como un pirómano, volvió a sentar a Alberto en su asiento de la fuerza y desplazó el coche otros centímetros hacia su derecha. Su camisa ardió, el pelo de su hija Rocío también, Stella tenía fuego por el reposacabezas y el techo, Alberto la apartó de un manotazo; se intentaba apagar el fuego retorciéndose en el asiento, golpeando sus brazos contra todo el coche, sin poder responder a eso, no podía, su cuerpo no sabía cómo moverse con agilidad, estaba cubierto de un fuego que parecía un chimpancé aferrado a él. Todo estaba naranja rojizo, menos la luz. El coche estaba en llamas, fugazmente vio que la autocaravana también, ardía como una pira, perdía su pintura, la cual se derretía y caía al asfalto, su chasis se ennegrecía, volcó. Aquella racha de viento no parecía disiparse, como si fuera kilométrica, seguía empujando a Alberto hacia la derecha, hacia la puerta, los pelos de su mujer ondeaban violentamente hacia él, veía como se quemaban, pelo por pelo, mechones salían por los aires, su hija Rocío lloraba, pero apenas se le escuchaba con aquel zumbido, estaba hecha una bola en el regazo de su madre, aún en shock.

Aquella ventolera hirviente le impedía levantarse para coger a su hija, le secaba las lágrimas que le caían, que expulsaba, le estaba ennegreciendo la piel, su ropa se quemaba, se arrugaba y retorcía, se fusionaba con su piel de forma insoportable y dolorosa. Notaba las costuras del pantalón vaquero clavarse en su piel, en sus pelos, en sus músculos, como si fuera un marcador de vacas al rojo vivo, un puñado de hilos. Los botones de su camisa le atravesaban la piel del pecho y se incrustaban entre el ombligo y el estómago. Todos aquellos hilos y costuras, quedaban negros, pegados a la piel completamente, se fusionaban. La piel también se volvía negra, se arrugaba como la carne de una pasa, Alberto sostenía su brazo por delante de sus ojos, observando como se arrugaba y retorcía, como iba perdiendo volumen, forma, tamaño… Ya apenas sentía dolor, su piel se estaba abrasando como en una parrilla, apenas podía moverse, sólo pensaba. La ventolera arrastraba aquel polvo naranja que se convirtió en rojo, con un montón de cenizas, todo revoloteaba en el coche, lo rodeaba todo como una niebla, pero no cesaba. Ya no oía, no sentía dolor, su cuerpo se marchitaba como una flor sin agua, se pegaba a sus huesos, pulverizaba sus órganos, lo mataba lentamente. No pudo aguantarse y cayó contra el volante, semidoblado, se golpeó la frente. Sí sintió dolor. Su hija Rocío no tenía pelo, su cabeza parecía un cerebro, su piel se había ennegrecido y arrugado, como la piel de un anciano. Pudo mirarle a la cara por última vez. El Señor Abracetes era un puñado de cenizas y algodón negro. Su mujer ya giró la cabeza en ese momento, la piel se le había quemado, no tenía párpados, sus ojos verdes ya rojos y marrones parecían dos higos, había perdido toda su piel inferior de la cara, sólo quedaban pequeños trozos que colgaban, se le veía todo el juego dental, como un payaso, de los caninos a la última muela, todo estaba el descubierto. Un pequeño mechón de pelo le cubría parte de la cara, estaba negro y a punto de consumirse, ya le podía ver los huesos del pómulo, negros, sin piel ni músculo. Su rebeca no se había quemado del todo, aún tenía un cacho sobre los hombros, pero ya… Le estaba viendo las costillas, el esternón, veía órganos oscuros como vibraban y se movían dentro, escupían sangre. La niña seguía llorando y pegándose al cuerpo arrugado y semi muerto de su madre, totalmente abrasado, como el coche. Había poco fuego dentro, unas llamas en el maletero, donde estaba el equipaje, un par en los asientos y en la tapicería del techo. Lo demás lo había abrasado aquel viento que nunca acababa. Ya no notaba la vibración del coche, la piel de su frente se derretía como un helado y se pegaba por el volante, deslizándose casi en forma de gotas, notaba su calavera hundiéndose en aquel volante que también se derretía. La niebla roja, aquel polvo y ventolera, lo ahogaba, lo abrasaba, lo apretujaba contra su propio cuerpo, secaba la sangre que emanaba fresca por alguna herida, derretía a su mujer. Movió los ojos, los giró hacia él, hacia los suyos, era horrible, parecía un zombie, tenía la cara a cachos, negra, parecía mentira que una persona pudiera seguir viva en ese estado. Se acordó de los del sedán, menuda suerte. Una muerte rápida, se habían librado de esto. Su boca seguía abierta, la mandíbula colgaba, tragaba aire hirviendo, fuego, había dejado de gritar, pero seguía con la mandíbula abierta; dentro de poco se le caería. El interior del coche ya estaba calcinado, las llamas seguían devorándolo todo, lo derretían, veía la goma que sujetaba los cristales, ya destrozados, de las ventanillas, la veía derretirse en forma de goterones, que caían dentro del coche, parecía tinta china, o petróleo. Cuando alzó la poca vista que le quedaba, apenas veía nada, sólo por el centro, visión de túnel completa, hacia el resplandor, pudo ver algo; una pared de luz que expulsaba y escupía más fuego, amarillo, venía hacia ellos, detrás de esa pared no se veía nada, era opaca, ocupaba todo su campo de visión. A metros de la carretera, de la autovía, de su coche, la pared era rápida, las llamas arañaban la carrocería cuando vio todo. Quiso parpadear, pero la piel que tenía como párpados antaño estaba seca y amontonada encima de sus ojos. Aún así, no vio más. Sólo un resplandor. Sólo a Ruperto de pequeño defendiéndolo el día de la hispanidad de Raúl, el abusón del colegio, estaba sentado en el suelo, Ruperto le tendió la mano. Sólo vio a Stella, con las maletas, con un banderín de Australia en el aeropuerto, sólo en una pizzería besándola, esos ojos color verde esmeralda, brillaban con las velas de la mesa. Sólo vio a ella vestida totalmente de blanco, enfrente suya, con flores alrededor, terminó de besarla. Sólo vio una vagina abierta llena de sangre y algo viscoso por donde salían dos cuerpos, dos cosas rosas, una tijeras que cortaban algo, unos llantos… Dormía junto a su mujer, en su casa, veía a sus dos hijas columpiarse en el columpio del recinto, le gritaban que las empujara, las veía en su cama, él en los pies de la cama, con un libro en sus manos, veía una tarta y a sus dos hijas soplando, envoltorios brillantes, flashes, volvía a besar a su mujer, en la noche, con las estrellas. Aquella pared de fuego, penetró en el coche, impactó contra él, apenas lo sintió, sólo lo vio. Sólo veía, lo veía todo, hasta que dejo de ver. Dejó de ver aquel resplandor, a su mujer derritiéndose, a su hija cobijándose la cabeza con los brazos, a su hija Leticia atrás, en su sillón, a los hombres del sedán, a Ruperto… Lo único que quedaba era ver, pero lo perdió, al igual que a su mujer, a sus hijas, a él mismo. La ranchera se desplazó hacia su derecha unos metros, hasta impactar con el quita miedos contrario al que se habían chocado, la estructura era completamente negra, ya calcinada y blanquecina, dentro había restos, un puñado de huesos negros, uno de ellos con el cinturón incluso abrochado.
When the blazing sun is gone…
     When he nothing shines upon…
      Though I know not what you are…
     Twinkle, twinkle, little star.



Quirófano 4 con el doctor Jenner

Los días pasan, y recibo en mi mesa a miles de personas como tú, supervivientes desesperados por encontrar una cura con sus hijos, hermanos, mujeres, padres, compañeros... Has visto la gran cola que hay a la entrada de este edificio en ruinas, es kilométrica. La gente incluso acampa alrededor de ella... Habrás visto que hay gente que se cuela, nosotros la colamos, la adelantamos. Suelen ser niños casi siempre, como tu hija. Otra gente viene a comprar medicamentos, a hacer trueque con las pastillas que encuentran por ahí, y otros vienen a que les solucione un problema con heridas, problemas internos, envenenamientos por radiación, o adicciones. Pero lo que nunca podrás sentir es lo que recorre mi cerebro al ver a una nueva embarazada... Ver una nueva vida que nace. Es horroroso...
¿Por qué? Dar una nueva vida en este yermo trae la esperanza, una nueva persona, algo nuevo para el futuro... ¿Qué te ocurre?
Admiro tu positivismo, pero no habrá futuro. No comprendes la gravedad del asunto; cada embarazada que llega... Es un nuevo desafío, miedo, pesadilla. Te preguntarás por qué soy así, por qué lo digo... Sinceramente he perdido toda esperanza, todos los días, las 24 horas, diagnostico lo mismo; envenenamientos por radiación. Hay gente que se salva, otra que no. Las embarazadas no, ni sus hijos. Si tu pudieras sentir, o al menos ver, presenciar, lo que es estar casi operando a una mujer a punto de dar a luz, atacado de nervios por hacerlo todo bien, sin que el niño sufra, sacarlo sin problemas, intentar que la madre no muera... Todo ese trabajo, horas metido en la viejas salas de operaciones polvorientas, en ruinas, con escombros amontonados en las esquinas, totalmente llena de gérmenes y contaminantes, los materiales sin esterilizar ni limpiar, restos de sangre y otros fluidos pegados a las baldosas de quirófano, con una luz ténue, una electricidad que no supera los 12 voltios; horas preparando a la posible madre, limpiando y cortando, cosiendo, no sabes la tensión que se pasa... Tras ese gran esfuerzo, ves salir por la vagina un ser, una abominación nuclear, un feto deformado y mutado, cubierto de sangre y líquido amniótico, un bebé semi muerto, con la cabeza hinchada, sin brazos, o con un agujero en el vientre, con tres manos, o sin forma... He visto muchos, muchos partos... He intervenido en todos. Durante estos malditos años desde que cayeron aquellos misiles... Te podría contar con los dedos de las manos la cantidad de partos con éxitos. La cantidad de pesadillas y malos recuerdos que me vienen, me enloquecen, no desaparecen de mi mente, de mi conciencia; mujeres jóvenes, casi adolescentes, embarazadas por violación o por descuidos... Las veo como cadáveres cuando aún gritan de dolor o para pedir ayuda... Pero todo el resultado, todo lo que luego hacemos con los cuerpos... Los recuerdos de esos partos asquerosos... Me he intentado suicidar cuatro veces... Pero no soy lo bastante fuerte, no puedo dejar el hospital solo, soy el único médico cirujano que hay... Sólo yo... Sólo estoy especializado en los huesos, ya me dirás tú que hago yo diagnosticando problemas con balas, desgarramientos de órganos o... radiación.
Ella lo destruye todo, no he conseguido librarme de ella, siempre está ahí, no desaparece, no se va. Donde se aferra, no hay manera de hacerla desaparecer; se puede debilitar o apartar, pero no puedo destruirla... La única esperanza del futuro... Como tú has dicho. Ella se lo ha cargado. La hija de puta te atraviesa, accede a todos tus órganos, a tu código genético, lo modifica, crea y destruye, como Dios... Por eso hay tan pocos niños, porque la mayoría no consiguen nacer, la radiación los transforma, juega con su genética, crea y destruye, como una niña pequeña. Luego salen esas aberraciones... Verás, no sé si lo podrás comprender, pero si no fuera por ella, si no fuera... Todo sería distinto; la gente le da tan poca importancia, le da la espalda... Cree que por taparse la boca con mascarillas consiguen engañarla... Idiotas... Los óvulos de mujer no se regeneran, la mujer lleva los mismos óvulos desde toda su vida, si la radiación no la ha dejado estéril, claro; la radiación que hay en su cuerpo contamina el óvulo, lo altera... El resto ya lo sabes. También afecta a los espermatozoides, pero se regeneran cada cierto tiempo, corto, por eso a veces nacen niños sanos.... Sólo un 15% de los embarazos... Creamos estos medicamentos, ese líquido viscoso que se inyecta en vena... Pero eso no hace desaparecer la radiación, no la destruye. Sólo la retrasa... Y la gente se sigue arriesgando a ir hacia focos de radiación nuclear, no comprenden la gravedad, siempre hacen oídos sordos a lo que los médicos dicen, pues ahora que se pudran en el infierno... Me estoy volviendo loco, cada vez que una de las enfermeras entra por el pasillo armando escándalo, sólo deseo que se trate de una bala, hueso roto, algo parecido, pero nunca un embarazo... Mi mente no puede ver eso más, no puedo más... Es algo contra mi natura, contra toda natura humana... Esos bichos, cosas deformes, algunas siguen vivas, chillando como monstruos, no como recién nacidos... Esos sonidos, esos colores tan fuertes, imágenes... Tengo pesadillas todas las noches, cada vez que cierro los ojos me persiguen... A veces me pregunto por qué la radiación tarda tanto en matarme... Quiero marcharme de esta pesadilla... Tienes suerte de no haber visto lo mismo que he visto yo. ¿Cómo se ha permitido esto? Todos esos misiles, esas cabezas nucleares... ¿Cómo se permitió aquello? Aquel genocidio... No hay futuro, esperanza, no hay nada...

Reserve su plaza para Fin de Año en nuestra Azotea

Se encontraba en pleno centro de la ciudad, junto con miles de personas aglutinadas con sombreros ridículos y demás accesorios de fiesta. Su única preocupación era no derramar los cartuchos de doce uvas cada uno que llevaba en la mano fuertemente, sin que ningún empujón ni desplazamiento brusco consiguiera arrebatárselas de las manos; para eso había estado esperando veinte minutos en una cola de gente que se apretujaba entre sí frente a la ventanilla de un local. Doce uvas peladas y mondadas, las había contado varias veces por el camino, esquivando los grupos de fiesteros en las aceras, manteniendo el equilibrio en la cabeza para no tirar al suelo las gafas LED que llevaba puestas. Protegía el cartucho como si de un bebé se tratase, apartando a todo aquel que pudiera suponer una amenaza para su cartucho de uvas peladas y sin pepitas. Se introdujo de lleno en el mogollón de gente que esperaba aglutinada en el centro de la plaza a que el reloj central comenzase la cuenta atrás para el fin de año, las doce de la noche, el nuevo año 2040. Amanda tenía que estar justo debajo de la estatua en el centro de aquella plaza; para acceder hacia aquella posición, sus uvas peligraban. Allí estaba ella, esperándolo, sin uvas, lista para estar otro año a su lado, fiel y leal, hasta el día de su boda; dentro de cinco días. Nada mejor con lo que empezar el año; su boda con su amada de la universidad. Juntos habían pasado largas tardes al sol estudiando, trabajando, amando… Era su amor ideal, y por eso se casarían, sin obstáculos, sin dudas; estarían juntos para siempre. Finalmente, entre empujones y algún que otro pisotón, pudo llegar hacia aquellos ojos azules que resaltaban entre los focos y luces que habían establecido en la plaza. La torre del reloj marcaba las doce menos cuarto, todos ya preparándose para los cuartos y las doce campanadas. Amanda le arrebató su cartucho de uvas, agarradas firmemente, mirándolo con una espléndida sonrisa entre todo aquel alboroto.
“Has tardado” le dijo con aquella sonrisa, algo que lo dejó estupefacto, casi podía omitir el audio de aquel jaleo de gente gritando y bebiendo; ahora sólo ella y él. Le respondió con una mueca, cosa que provocó una leve risa en Amanda, y que culminaría con un “te quiero”. Le encantaba su forma de ser, su apariencia física, su sonrisa, ese te quiero. Se acercó a ella, hasta agarrarla de la cintura, acercar su boca a sus labios rojos, deleitando aquel momento, aquel intercambio de respiraciones, de sentimientos, de emociones. Se deshizo de aquellas aparatosas gafas, colocó sus manos acariciando su cara, listo para poder besarla. Olvidó las uvas, olvidó el calor y los gritos que los rodeaban, se concentraba en ella, solamente ella. No se podía ni imaginar cómo la quería, la deseaba, podía ocurrir cualquier cosa; él nunca la dejaría. La boda estaba organizada, invitados, salón, etc… Tenía su traje guardado y planchado, impecable, en su armario; al igual que el de Amanda, aunque verlo… trae mala suerte. A el no le importaba, la amaba, todo a su alrededor en aquel momento le traía sin cuidado, lo omitía, lo silenciaba. Todo se apagó, un silencio apareció por un pequeño instante, estaba soñando, concentrado en aquel beso, pero fue un silencio donde la gente comenzó a reaccionar a base de gritos y silbidos, pensando en la sorpresa repentina que parecía que habían preparado, supuestamente. Aquel apagón general sólo tenía esa posible explicación: cuando comenzasen los cuartos, todo se reanimaría de luces y música, una entrada triunfal. Le daba igual que dejaran las luces encendidas o apagadas, sólo iba a besar a su querida prometida de ojos azules, un momento único e inigualable, nada mejor para cerrar el año. Su oído había omitido todo alboroto o ruido que pudiera interrumpir este momento; su momento. Silencio, sólo su respiración, la de su amada, sus labios. La besó, suavemente, paladeando el choque de labios, hasta que un fuerte sonido seco, poderoso y lejano le hizo bajar al mundo. Un golpe que abrió con un gigantesco flash, un basto resplandor en el cielo, dando la sensación de que habían vuelto a encender todas las luces de aquella plaza, una luz que se inició con ese fuerte flash que invirtió los colores en una milésima de segundo; luego, todo volvió a su color original, pero fuertemente iluminado. No le dio tiempo a reaccionar, aún seguía con sus manos sobre la cara de Amanda cuando aquel resplandor cegador inundó la plaza, hasta que una fuerte racha de aire sacudió a toda la gente que se encontraba allí, desplazándolas, golpeándolas, como si se tratase de un camión a toda velocidad arrollador, miles de papeles y basura se desperdigaron por todos los rincones de aquella plaza de la ciudad. No pudo ver nada, ni reaccionar, sólo escuchar a su preciosa amada decir “no me dejes”. Aquella frase le traspasó el corazón, aquel empujón paranormal lo dejó sin fuerza alguna, aunque pudo estabilizarse cuando cayó al suelo, o por lo menos tener contacto. Cayó justo con la mirada hacia aquella luz, cegándolo al instante; apartó la cabeza rápidamente por acto reflejo, viendo que todo volaba y salía despedido en todas direcciones, personas, cosas… no podía verlo todo con claridad, estaba confuso y sin asimilar qué era aquello o qué pasaba… ¿Alienígenas? Ni si quiera sabía donde estaba. Una racha de aire caliente se apoderó del ambiente, ahogándolo y presionándolo contra el suelo donde estaba. Algunos se levantaban y corrían chillando, huyendo de aquel resplandor; alguien le pisó el antebrazo en aquella estampida de gente, pero sólo alzaba la cabeza para intentar interceptar a Amanda. Se intentó levantar entre toda aquella gente, pero la fuerza del viento se duplicó bastamente, hasta arrastrarlo de nuevo y desplazarlo dando giros, mientras comenzaba a verlo todo como si fueran diapositivas. Llegó a una calle, donde aquel viento lo empujó hasta que colisionó contra un kiosko de la ONCE, algo que le inutilizó el brazo izquierdo y le lastimo dolorosamente la cadera; cayó al suelo de cuatro patas, donde hace cinco minutos había estado comprando las uvas, los últimos pisos de los edificios, con las terrazas abarrotadas de gente, recibían una lluvia de fuego; eran llamaradas, que se creaban en el aire, de la nada, magia… El cielo era de color cobre, completamente, las nubes estaban tintadas de rojo, la gente caía de las azoteas y terrazas, por la onda de aquel resplandor, por la fuerza del aire, por la fuerza que empujaba aquel fuego. Mesas y sombrillas, sillas y escombros, era una lluvia que procedía de los últimos pisos, los cuales ardían como nunca, pilló a más de uno que estaba en la calle, siendo agitado por aquello… Una explosión producida en el aire, a escasos metros del suelo, de la nada, sacudió todo su cuerpo, reventó sus tímpanos, cegó sus ojos, y destrozó parte de sus nervios, especialmente los de su dentadura, lo que produjo que comenzase a sangrar por todo su cuerpo, como un cerdo, mientras se preguntaba qué era aquello, o por qué una cortina de fuego y aire rojo lo estaba aplastando contra el suelo como si fuera una bota; recordaba que el fuego era sólo energía… lo estaba aplastando contra la acera, como algo material, algo duro. El fuego lo tenía rodeado, estaba cubierto por completo, con un abrir y cerrar de ojos de ventaja, mientras que el fuerte aire lo seguía desplazando, hasta golpearlo contra un vehículo, aparte de con gente, la cual volaba en todas direcciones, algo que no veía todos los días y que le producía un pavor acojonante. Una llamarada gigante cayó delante suya, como un meteorito, algo que crujió cuando tocó el suelo; Una humareda formada por fuego, escombros y polvo sopló y apagó aquella llama, pudo ver que se trataba de una chica totalmente calcinada que había caído de la última planta de un hotel, el cual había abierto su terraza en la azotea para celebrar el fin de año al aire libre y con las estrellas… o eso había visto en un cartel. Aquel huracán de aire opaco naranja lo enterró, mientras que intentaba inútilmente apagar las llamas que le sacudían y consumían. No sabía que era aquello, qué ocurría… En cuanto notó una bajada en la tensión y fuerza del aire, consiguió ponerse de pie, intentando recuperar el control de todo su cuerpo. Todo se había vuelto rojo y naranja, todo comenzaba a desintegrarse en columnas de humo y polvo que salían desprendidas de manera horizontal, y no vertical. El viento arrastraba a todo lo que podía ver, aquellas columnas de polvo y humo en las que se convertían las cosas; el fuego y viento volvió a sacudirlo, hasta arrastrarlo más metros hacia delante, mientras el coche en el que había estado apoyado estallaba, de haberse quedado un poco más allí… Notaba como si lo estuvieran agarrando con una cuerda, como una marioneta; una corriente de aire que lo abrasaba y traspasaba, su ropa ondeaba violentamente con aquel viento. De nuevo en el suelo, tapándose los ojos con los párpados ya semiquemados, intentó volver a levantarse, inútilmente por una nueva racha de aire que lo levantó del suelo y lo introdujo de nuevo en una nube de polvo que se mantenía como una niebla natural a ras del suelo y cielo, como un túnel de humo. Pudo mirarse el cuerpo mientras era arrastrado; estaba negro, prácticamente, su piel era del mismo color que la ceniza, negro azabache, como si le hubiera caído un cubo de pintura encima. La temperatura de aquel ambiente había hecho que sus receptores del calor en la piel se hubiesen colapsado hasta perder total sentido del tacto o sensibilidad en todo su cuerpo, por lo que no se dio cuenta de su negro y arrugado cuerpo, de que su ropa se había esfumado, sólo tenía harapos negros pegados a su cuerpo, como si fuera piel propia. Estaba débil, vulnerable, enfermizo, sin fuerza alguna. Aún estaba asimilando aquello, colocándose las manos enfrente de sus ojos, para intentar ver algo, lo que fuera, aunque inútilmente pudo llevar a cabo esto. Veía como la gente era desplazada por la calle, confundiendo si estaban corriendo o eran movidos por aquel aire monstruoso, lo veía todo muy mal, con mucho movimiento y borrosidad. Todos estaban igual que el, negros, raquíticos, sin piel alguna, amorfos, chillando y gritando todo lo que podían, destrozándose las cuerdas vocales; unos reservaban los escasos momentos de sus cuerdas vocales para gritar “los chinos, chinos”, y otros para chillar todo el dolor aquel que le apuñalaba el cuerpo. Chillando como animales, desde personas adultas, ancianos, niños… todos gritaban al igual por su dolor. Los edificios explotaban, se derrumbaban, caían, aplastaban a personas entre nubes de escombros, las viviendas explotaban en más llamaradas, fuego sobre fuego, un fuego morado, que no moría, que volaba por encima de su cabeza, como si estuviera siguiendo un rumbo. La presión era demasiado para su aparato nervioso, estaba en movimiento, aún no sabía por qué, el caso era que sólo escuchaba gritos y gemidos, los edificios explotaban como papel y cartón en grandes trozos de escombros que se disparaban y desplomaban en todas direcciones, sin gravedad alguna, que aplastaba a todas aquellas personas que se encontraran debajo, a su lado… creando una nube de polvo que ponía punto y final a su existencia. Los coches explotaban, salían despedidos, se fragmentaban en pedazos, al igual que todo, incluso el suelo, las paredes, aquel cielo morado, rojo y naranja. Aquel aire que lo desplazaba comenzaba a ahogarlo, a penetrar por sus pulmones, a matarlo, como si estuviera debajo del agua, aniquilando cualquier partícula de oxígeno, presionando a los cuerpos hasta hacerlos reventar, reventar en miles de pedacitos, como papeles. Observó en segundos, un taxi que salía despedido, ya calcinado, volaba boca abajo, sin tocar el cuelo, atropellando a varias personas que se movían delante suya, también veía como un gran bloque de hormigón al rojo vivo aterrizaba en medio de la calle entre una lluvia de escombros, caían piedras del cielo, las notaba en sus hombros mientras se iba ahogando, angustiado en aquel aire rojo, sin poder hacer nada, viendo como aquel masacote de cemento aplastaba a todas aquellas personas, vivas o muertas, no sabía, todo estaba en movimiento. Comenzó a sentir una nueva racha de aire, mucho más poderosa que ninguna, la sentía con miedo y ansiedad aproximarse hacia él, sabía que era el fin, la racha de aire hizo que gran parte de todo aquel cacao que había saliese despedido aún más por los aires, hasta que lo alcanzó. Desprendía luz, como un gran grupo de coches puestos en fila con las luces de largo alcance colocadas. Lo supo porque vio en su mente la imagen de Amanda, el día que la conoció, el día que estudiaron juntos, la vez que se escaparon para mantener relaciones sexuales detrás del gimnasio, cuando le hizo un corte de pelo con un pequeño trasquilón, recordaba lo felices que eran, a ella vestida de blanco, besándolo, amándolo, soñando juntos… Incluso podía ver a un montón de gente mirándolo, trajeados, una detrás del otro… parecía como si lo estuvieran juzgando; pero no, era su boda, todos sonreían, Amanda de blanco delante suya, besándolo, notaba los anillos en sus dedos, su vida… No volvería a poseer nada de lo que mantenía, aquella racha de aire reptaba, se acercaba a él como un depredador, notaba sus intenciones, su magnitud, su fuerza. Fue tan brutal que cuando lo desplazó de sitio, como las anteriores rachas, lo hizo con tanta fuerza que lo hizo estallar, observando lentamente y ya sin sonido alguno, como su brazo derecho salía despedido en una efímera lluvia de sangre, mientras se vaporizaba y se convertía en dos trozos de hueso negro y sin forma. No sintió como su cuerpo tocaba el suelo, para aquel entonces, ya era ceniza… restos de lo que había sido una persona. Esos ojos azules fue lo único que recordó antes de reventar… Amanda.